Infamia palaciega

–¿Habías estado antes aquí, muchacho?

En el fondo no era una simple pregunta, el viejo sabía lo que quería obtener como respuesta, aunque fueran solamente algunas palabras. Y No, definitivamente nunca había estado aquí, pero asumir tal cosa me hubiera causado demasiados problemas, ya era suficiente con la mentira que le había dicho a Emma un día antes de irme; los perros habían ladrado tanto esa noche que para entonces seguramente ya se ha enterado de la verdad, pero no Ed, él jamás, porque él ha decidido cerrar la boca la siempre. No recapitularé. Basta con que sepan que estoy a más de 250 kilómetros de San Benito, y que no he tomado el camino que cualquiera hubiera tomado, porque entonces sabrían hacia dónde me dirijo y los días en los que posiblemente me podrían dar alcance. No, yo he cubierto mis huellas, aunque la escena del crimen (hay que admitirlo ahora para que deje de atormentarme, para no pasar más como un imbécil, o un loco) diga todo lo contrario. Todo lo que me quedaba ahora, lo que quedaba en absoluto, era esperar, dejar que el tiempo redujera a polvo el cuerpo putrefacto que las circunstancias me habían obligado a dejar sin alma, que el paso de los días sepultara en la memoria colectiva mi andar por aquellas calles, dejar que los rumores tergiversarán todo, para así tener el beneficio de la duda.

 

A 250 kilómetros de distancia uno puede dibujarse perfectamente el cuadro, las calles abarrotadas de idiotas chismosos tratando de obtener una pizca de aquella imagen macabra que representa por sí solo un cadáver vejado; la policía, mejor dicho, el Sr. Mayheim, con la mente en blanco, mirando perplejo la marabunta, rogando, con los ojos, por una respuesta, la misma que le tendría que dar a todos y que no podría creer él mismo; el niño repartidor, que para entonces habrá cambiado para siempre su relación con Dios, convencido de que su función está sumamente sobrevalorada. Naturalmente, quien lanzaría la primera piedra sería el dueño de la paletería Darcy’s, ese puto viejo, y su esposa rechoncha, que creen tener la verdad aplastable, incuestionable, absoluta, de los asuntos «políticos» del pueblo, basándose siempre en su vacuo y superfluo instinto de hombres (la mujer podría pasar por uno) de negocios. La primeras pinceladas me dan una idea, sabrían que fui yo.

¿Quién más, sino el rabioso, el inconforme, el quejumbroso, pero irresistiblemente adinerado, Barón de Trent? ¿Quién más, dirían, sino el muchacho arrogante e inescrupuloso, que no dudaría un instante en quitarle la vida a la cosa más preciosa, más admirable y gallarda, de este bonito y manso pueblo de San Benito? Él, que sin hesitar, vendería a su madre, en el punto álgido del cenit,  a cualquier caravana de beduinos lujuriosos, por unas apenas unas cuantas gotas de agua, insuficientes, sin embargo, para saciar la sed y alargar un poco más la llegada de la muerte.

Eso es lo que quieren de mí esos buitres de San Benito, desde el principio, desde que llegue a ese pueblo de metiches y agachados; han deseado tanto mi culpabilidad que ahora se regodean como cerdos furiosos sobre ella, en las pláticas de sobremesa, en los intermedios entre un acto y otro en el hermoso teatro de la avenida Jefferson, en las borracheras, y en lo profundo de sus conciencias, mientras recitan felices, apenas arrepentidos, sus pecados, que se les hacen mínimos ahora, en el oscuro confesionario de la iglesia. Y aunque sí soy culpable, reconozco que, a doscientos cincuenta kilómetros de distancia, aquellas almas mojigatas no son menos inocentes.

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