Casarse joven

La gente se está casando demasiado pronto, contraen matrimonio a la menor provocación y dicen que se aman como si fuera el único futuro; yo me cuido de no cometer una estupidez de ese calibre, creo en el amor, y en su alivio, pero a los catorce años todavía no conocía al amor de mi vida, eso pasó un poco después. Lamentablemente lo supe cuando todo había terminado. Así que el amor de mi vida, es el único que retuve por poco tiempo. No hicimos gran cosa, no fuimos al cine más que unas tres veces, cuando mucho; ni hicimos una gran fiesta para que nuestros amigos congeniarán, y así construir un universo en el que pudiéramos orbitar naturalmente siguiendo la lógica de nuestro romance; no le dedique canciones, ni tampoco la compare nunca con ninguna flor; demasiado tarde nos dimos cuenta del estado famélico al que relegamos nuestra fiebre, y luego nos amamos hasta el hartazgo; quebrantamos con nuestra inocencia, esto yo lo supe, ella pensó (le hice creer) que yo tenía más experiencia, fuera máscaras.

Los enamorados se casan en las alturas, en China, Japón y Corea forjan candados en las montañas y tiran sus respectivas llaves al vacío, se unen de por vida, se eligen, se acarician, se sonríen, se hacen cómplices, y luego aprender a vivir del otro. Los enamorados se esconden antes de unirse—lo creen verdaderamente, al menos por un instante largo—para siempre, cumplen con los sortilegios, se abandonan al destino que su amor les ha prometido, bailan acompasados, rodeados de sus estrellas más queridas. Finalmente llega la noche, la primera de siempre, las pieles se tocan, el tacto es universal, pues el universo ha quedado, ojalá que para siempre, reducido a un par de ojos, que luego, si hay fortuna o desfortuna, pero suerte al fin y al cabo, engendrará un nuevo par de ojos, y los candados cerrados allá en lo alto serán testimonio de esta eternidad, de la cual provenimos hace mucho.

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