La Bomba de San José

Hace mucho que he dejado de quejarme, pienso. Antes me era fácil escribir cualquier crítica mordaz, eso pensaba yo, sobre cualquier tema que se me pusiera enfrente, pero hoy me encuentro bastante satisfecho; para mi amigo Reynaldo Zenón esto es un grave defecto, pero Reynaldo con todo y su nombre de ingeniero civil se puede ir mucho al carajo. En otros tiempos solía criticar lo que veía en la televisión, entonces sucedió aquello del #YoSoy132 y resultó que ver la televisión abierta podía condenarte al anatema, es decir, que lo ideal era sustraerse a la cultura popular—porque muy a nuestro pesar la familia peluche forma parte del imaginario colectivo—, evitar en lo posible formar parte de su decadencia. Una serie de demandas que podrían entenderse como prerrogativas burguesas, si me lo preguntan.

Créanlo o no, frecuento la televisión abierta, porque estoy muy desacostumbrado a pagar por ver (el cine produce otro tipo de magia, ahí no hay discusión). Lástima por todos aquellos maravillosos y fenomenales programas sensacionalistas que tendré que ver cuando todo mundo ya los haya comentado, revisado y criticado, estoy condenado a llegar tarde a la polémica televisiva, a desconocer el verdadero tono de los actores y conductores de un programa debido al doblaje, y a poner los ojos en blanco o cambiar bruscamente de tema cuando alguien se introduzca en la conversación con «Ya vieron en la tele…». Según esto, después del llamado a la denominada «Revolución Mediática», ya nadie ve la tele.

Digo lo anterior, porque hace unos días me encontré con un programa fabuloso del CanalOnce en el cual una señora—desconozco su nombre, ni modo—se encarga de realizar entrevistas a los escritores y escritoras mexicanos contemporáneos, los y las que se supone que luego pasarán a la Historia (sí con mayúscula) pues, según ella. Luego, pienso que sí hay algunos que se merecen el reconocimiento, luego que hay otros que en mi vida había escuchado y luego está una escritora que dice de una de sus novelas: «Esa no sé de qué se trata, la verdad».

Boquiabierto, volteo a ver a mis cotelevidentes, exigiéndoles una expresión similar, pero no parecen inmutarse. Mientras tanto, mi cabeza comienza a llenarse de dudas, y mi ceño comienza a fruncirse violentamente, mi cara está deformada por la indignación: ¡¿Cómo que no sabe de qué se trata su novela?! ¡¿Cuál es el tema principal?! ¡¿Cuál es el leitmotiv?! ¡¿En qué estuvo pensando todo aquel tiempo mientras escribía?!

¡La peor entrevistadora de todos los tiempos no parece darse cuenta de que su entrevistada ha escrito una de sus novelas más aclamadas, según ella, con los ojos cerrados!

Ojalá yo pudiera ya no hacer, sino sentir lo mismo que aquella escritora, y escribir sin sentir ni recordar ni ser, quizás así me atrevería a escribir sobre cualquier cosa, para luego olvidar sobre lo que he escrito, quizás así me atrevería a suspirar sin temor ni preocupación a ser visto u oído…o a escribir nomás por escribir…


Casarse joven

La gente se está casando demasiado pronto, contraen matrimonio a la menor provocación y dicen que se aman como si fuera el único futuro; yo me cuido de no cometer una estupidez de ese calibre, creo en el amor, y en su alivio, pero a los catorce años todavía no conocía al amor de mi vida, eso pasó un poco después. Lamentablemente lo supe cuando todo había terminado. Así que el amor de mi vida, es el único que retuve por poco tiempo. No hicimos gran cosa, no fuimos al cine más que unas tres veces, cuando mucho; ni hicimos una gran fiesta para que nuestros amigos congeniarán, y así construir un universo en el que pudiéramos orbitar naturalmente siguiendo la lógica de nuestro romance; no le dedique canciones, ni tampoco la compare nunca con ninguna flor; demasiado tarde nos dimos cuenta del estado famélico al que relegamos nuestra fiebre, y luego nos amamos hasta el hartazgo; quebrantamos con nuestra inocencia, esto yo lo supe, ella pensó (le hice creer) que yo tenía más experiencia, fuera máscaras.

Los enamorados se casan en las alturas, en China, Japón y Corea forjan candados en las montañas y tiran sus respectivas llaves al vacío, se unen de por vida, se eligen, se acarician, se sonríen, se hacen cómplices, y luego aprender a vivir del otro. Los enamorados se esconden antes de unirse—lo creen verdaderamente, al menos por un instante largo—para siempre, cumplen con los sortilegios, se abandonan al destino que su amor les ha prometido, bailan acompasados, rodeados de sus estrellas más queridas. Finalmente llega la noche, la primera de siempre, las pieles se tocan, el tacto es universal, pues el universo ha quedado, ojalá que para siempre, reducido a un par de ojos, que luego, si hay fortuna o desfortuna, pero suerte al fin y al cabo, engendrará un nuevo par de ojos, y los candados cerrados allá en lo alto serán testimonio de esta eternidad, de la cual provenimos hace mucho.

Infamia palaciega

–¿Habías estado antes aquí, muchacho?

En el fondo no era una simple pregunta, el viejo sabía lo que quería obtener como respuesta, aunque fueran solamente algunas palabras. Y No, definitivamente nunca había estado aquí, pero asumir tal cosa me hubiera causado demasiados problemas, ya era suficiente con la mentira que le había dicho a Emma un día antes de irme; los perros habían ladrado tanto esa noche que para entonces seguramente ya se ha enterado de la verdad, pero no Ed, él jamás, porque él ha decidido cerrar la boca la siempre. No recapitularé. Basta con que sepan que estoy a más de 250 kilómetros de San Benito, y que no he tomado el camino que cualquiera hubiera tomado, porque entonces sabrían hacia dónde me dirijo y los días en los que posiblemente me podrían dar alcance. No, yo he cubierto mis huellas, aunque la escena del crimen (hay que admitirlo ahora para que deje de atormentarme, para no pasar más como un imbécil, o un loco) diga todo lo contrario. Todo lo que me quedaba ahora, lo que quedaba en absoluto, era esperar, dejar que el tiempo redujera a polvo el cuerpo putrefacto que las circunstancias me habían obligado a dejar sin alma, que el paso de los días sepultara en la memoria colectiva mi andar por aquellas calles, dejar que los rumores tergiversarán todo, para así tener el beneficio de la duda.

 

A 250 kilómetros de distancia uno puede dibujarse perfectamente el cuadro, las calles abarrotadas de idiotas chismosos tratando de obtener una pizca de aquella imagen macabra que representa por sí solo un cadáver vejado; la policía, mejor dicho, el Sr. Mayheim, con la mente en blanco, mirando perplejo la marabunta, rogando, con los ojos, por una respuesta, la misma que le tendría que dar a todos y que no podría creer él mismo; el niño repartidor, que para entonces habrá cambiado para siempre su relación con Dios, convencido de que su función está sumamente sobrevalorada. Naturalmente, quien lanzaría la primera piedra sería el dueño de la paletería Darcy’s, ese puto viejo, y su esposa rechoncha, que creen tener la verdad aplastable, incuestionable, absoluta, de los asuntos «políticos» del pueblo, basándose siempre en su vacuo y superfluo instinto de hombres (la mujer podría pasar por uno) de negocios. La primeras pinceladas me dan una idea, sabrían que fui yo.

¿Quién más, sino el rabioso, el inconforme, el quejumbroso, pero irresistiblemente adinerado, Barón de Trent? ¿Quién más, dirían, sino el muchacho arrogante e inescrupuloso, que no dudaría un instante en quitarle la vida a la cosa más preciosa, más admirable y gallarda, de este bonito y manso pueblo de San Benito? Él, que sin hesitar, vendería a su madre, en el punto álgido del cenit,  a cualquier caravana de beduinos lujuriosos, por unas apenas unas cuantas gotas de agua, insuficientes, sin embargo, para saciar la sed y alargar un poco más la llegada de la muerte.

Eso es lo que quieren de mí esos buitres de San Benito, desde el principio, desde que llegue a ese pueblo de metiches y agachados; han deseado tanto mi culpabilidad que ahora se regodean como cerdos furiosos sobre ella, en las pláticas de sobremesa, en los intermedios entre un acto y otro en el hermoso teatro de la avenida Jefferson, en las borracheras, y en lo profundo de sus conciencias, mientras recitan felices, apenas arrepentidos, sus pecados, que se les hacen mínimos ahora, en el oscuro confesionario de la iglesia. Y aunque sí soy culpable, reconozco que, a doscientos cincuenta kilómetros de distancia, aquellas almas mojigatas no son menos inocentes.

Ofelia Simonet

Confieso que…

Temprano por la mañana, mientras me dirigía al andén de la estación Ermita para tomar el tren que me lleva directo al lugar donde trabajo, me encontré de frente con Ofelia Simonet (la «t» no se pronuncia); lo primero que noté de ella fue su rostro empapado en lágrimas, la cara enrojecida, las facciones deformadas, la tristeza derramándose por sus mejillas. Todos lloramos, todo el mundo lo sabe, pues es un instinto, es inevitable, es una pequeña probadita de nuestra mortalidad cuando el cuerpo y el alma se resquebrajan un poquito; no obstante, nadie procura hacerlo en público, principalmente por miedo a quedar expuesto en otra de las más crudas facetas de nuestra desnudez. Por eso mismo, me asuste mucho cuando la vi caminando lentamente, llorando, hacia las vías.

Otros señores también la notaron, pero estoy seguro de que Ofelia no nos vio a ninguno, para ella el mundo estaba desierto, y nosotros sólo formabamos parte de un escenario cuya flora, repleta de una cantidad ingente de rostros homogéneos, la miraba impasible ante su dolor. Al filo de la línea amarilla, aquella sutil separación entre la vida y la muerte, Ofelia Simonet sacó un libro y hojeó las últimas páginas; pensé entonces que lloraba por el libro, que seguramente había muerto el protagonista de manera súbita, y que la noticia la había tomado por sorpresa precisamente al filo de aquella línea amarilla. Me despreocupe, miré el reloj que estaba encima de Ofelia, 9:32, «voy tardísimo» me dije en voz baja, volteé con impaciencia hacia el túnel, auscultando en la oscuridad para ver si el tren se aproximaba. 9:33, esta vez me corren. Ofelia repasaba desesperadamente las últimas páginas, quería cerciorarse, sí, asentió con la cabeza, el protagonista estaba muerto, la había abandonado y nadie lo sabía. E tren se aproximó a gran velocidad, una brisa tenue descolocó levemente mi peinado, el tren paró finalmente, pero las puertas permanecían cerradas, la gente al interior se agolpaba ante ellas; entonces volteé al reloj, 9:34, mire hacia abajo, Ofelia ya no estaba.

¿En qué creía Pepe Capa?

Pepe Capa perdió la fe, y háganle como quieran…yo también ya dejé de creer, pero yo desde hace un ratote, hasta eso Pepe Capa se tardó, pero su fe, y no la mía, era la única que importaba. Cuando «el Capa» se levantó de su acostumbrada y gastada silla, afuera de la recaudería «Los tres Manolitos» que por la noche se transformaba en el bar de aquellos días, todos callaron, la banda que estaba tocando las canciones más feas de aquel tiempo perdió el ritmo, dicen que los pájaros de El Aguacate también se asustaron. Luego vinieron los días más tristes, el viento soplaba bajo y levantaba amenazadoras polvaredas; las balaceras eran lo de menos porque ya se habían vuelto lo de siempre; las nubes negras nos evitaban, dejó de caer la lluvia, así que lentamente nos fuimos secando.  La pura verdad, como dije al principio, ya nadie tenía fe, excepto Pepe Capa.

Cuando un hombre acapara la fe de un mundo desesperanzado termina cediendo a ese enorme peso…y cuando renuncia, entonces sí, agárrense todos!

Premio Mayor

Últimamente, y realmente no sé por qué, me he amparado a los designios divinos de la Lotería Nacional. Usualmente no creo en la suerte, es decir creo que existe, pues algunos la tienen y otros, como yo, nunca han gozado de su beneplácito. Por lo tanto, no frecuento los casinos, los juegos de azar no me seducen en lo absoluto, me considero un hombre sin suerte; y, no obstante, aquí estoy, verificando si mi billete de lotería es el bueno

Para un hombre sin suerte, como yo, jugar a la Lotería es una batalla pérdida de antemano, pero siempre queda la cosquilla, el quizás, a lo mejor sí, y entonces vienen los deseos, las ambiciones, aquellas fútiles (esto nunca lo sabremos) elucubraciones de nosotros mismos que nos hacen levantarnos cada día. Ciertamente, mi meta en la vida no es tener un yate con preciosas y seductoras mujeres tomando el sol sobre él, pero no estaría de más; tampoco pretendo empaparme de sudor y adrenalina manejando a toda velocidad aquel lujoso carro deportivo, pero no estaría de más; esa casa en las lomas sería más un capricho que nada, no la necesito, vivo bien donde estoy, pero tampoco estaría de más….

Mi destino radical y abruptamente transformado, la línea no trazada, la incertidumbre del porvenir, ¡la erradicación del tedio y la monotonía! Poco a poco me he convertido en un adicto a aquella sensación, mientras miro a través de una horrenda claridad como mi vida toma un curso para el cual no me siento predestinado. Pero, ¿verdaderamente deseamos que nuestra vida tome un camino desconocido? ¿Realmente estamos preparados para ello? La suerte es como la naturaleza, no hay maldad ni bondad en ella, ambas tienen la capacidad divina de cambiar violentamente nuestros destinos only God knows where

El día de mañana podrían encarcelarnos por causa de una infinita serie de acontecimientos meramente casuales, o podríamos convertirnos en personajes famosos, cuyo criterio es tomado en cuenta para decisiones que involucran un conjunto irreconocible de personas que jamás conoceremos. Las cartas siempre están abiertas…pero nuestra mano la juega alguien o algo más, y ese alguien o algo desconoce las supuestas reglas del juego…peor aún, desconoce nuestra existencia…

Pompeya vive a través de Pink Floyd

Levemente, el viento levanta con un suspiro el silencio de una ciudad enterrada por la fatalidad y el tiempo, un mito cuyo grito permaneció sepultado. Pompeya desapareció en dos días del espacio, mas no del tiempo, debido a las fatídicas expulsiones del Vesubio, cicatriz volcánica que nos recuerda que la Tierra tiene pulso, respira, y nosotros simplemente somos sus inquilinos, como ha habido otros tantos más de gran o menor tamaño.

Aunque Pompeya fue borrada de la faz de la Tierra por toneladas de ceniza volcánica, la ciudad permaneció viva en las leyendas antiguas, se convirtió en apenas un mito, un susurro cuyo eco logró atravesar temporalidades y épocas disímbolas…hasta que en 1971 el grupo británico Pink Floyd retomó el curso de aquel viento sibilante ofreciendo un concierto íntimo honrando aquel largo silencio…

Fuera de toda especie de fanatismo, Pink Floyd es un grupo formado por músicos talentosos que han revolucionado no solamente la escena de la música (el showbusiness), sino la forma de entenderla, escucharla, vivirla…es por eso que aqui les traigo una probadita de su talento y de aquella dulce y suave psicodelia que han logrado inyectar en el hipotálamo de gran parte del mundo…

Con ustedes…Pink Floyd, «Live at Pompeii»